El abuso del fraude impide desculpabilizar al cliente por las consecuencias que se deriven de la estrategia defraudadora diseñada por el asesor fiscal
La sentencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, de 24 de mayo de 2017, que enjuicia el fraude tributario cometido por uno de los mejores jugadores de fútbol de nuestra “Liga de las estrellas”, en cooperación necesaria con su padre, ha tardado en llegar pero lo ha hecho con una fuerza arrolladora a juzgar por el intenso contenido condenatorio que se deduce de su literalidad.
Los artistas y deportistas de alto nivel obtienen en muy pocos años de su vida ingentes fortunas que no sólo derivan de su propia actividad profesional sino que, a veces superando a los primeros, obtienen importantísimos ingresos derivados de la cesión de su derecho a la imagen, que venden al mejor postor, aprovechando el tirón mediático en el que generalmente se hallan envueltos.
Pues bien, el instrumento tradicionalmente empleado para eludir la tributación de los derechos de imagen ha sido la interposición de sociedades, destinatarias ficticias de los ingresos que generan, a las que se transferían los ingresos del artista/jugador, tributando al tipo inferior que les permitía la regulación del Impuesto sobre Sociedades respecto de la legalmente aplicable, la del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas.
A ello ha ido saliendo al paso la Administración tributaria “levantando el velo societario” e imputando a la persona física el rendimiento que en puridad le corresponde.
Pues bien, en ese entramado defraudatorio incurrieron los acusados al llegar a España, donde, dejándose guiar por los asesores fiscales escogidos al efecto, diseñaron una operativa como ésta para desviar la tributación de los derechos de imagen del futbolista.
Y éste es el thema debati de la sentencia: los acusados, padre e hijo, “se disculpan” ante los Tribunales bajo el argumento de que ellos no son culpables en la medida en que su desconocimiento en la materia les impedía saber cómo debían cumplir con las obligaciones fiscales del jugador, lo que les obligó a ponerse en manos de los asesores contratados al efecto, que fueron quienes idearon el artificio del que ahora se les responsabiliza.
Pues bien, el argumento no convence al Tribunal Supremo, que castiga con durísimas palabras a los acusados, en una sentencia inmensamente larga, pero de gran valor jurídico por el análisis de la culpabilidad que contiene y, en concreto en lo que tiene que ver con la relación asesor fiscal/cliente.
Pero antes de proceder al análisis, no debemos pasar por alto que el Tribunal Supremo se declara sorprendido por el hecho de que ante tamaño fraude -cuantitativa y cualitativamente hablando- ni el Ministerio Fiscal ni la Abogacía del Estado hayan realizado actuaciones en orden a la incriminación de los asesores fiscales de los acusados, aunque no por ello consiente ni un ápice en la rebaja de la responsabilidad criminal imputable al futbolista y a su padre por el delito perpetrado -“los actos ejecutivos del tipo objetivo atribuidos a … justifican la imputación objetiva del hecho típico, cualquiera que fueran las razones por las que acudió a los asesores fiscales o la información devuelta por éstos al acusado…los demás documentos ensombrecen ni un ápice la conclusión de que el dinero ganado por la explotación de los derechos del jugador acabaron incrementado el patrimonio de éste, cualquiera que fuera el recorrido formal aparente por el de sujetos «velo» creados al efecto de disimular aquella realidad económica”-.
Como decimos, la gran baza de la defensa es la de disculparse en su conducta bajo el argumento de que los asesores, y no ellos, fueron los que organizaron el fraude. Pues bien, en pocas palabras, el Tribunal Supremo deja claro que ni la alta cualificación del bufete de asesores ni el desconocimiento del profano pueden amparar un mínimo de condescendencia, por cuanto lo que se esperaba de los acusados era un cívico comportamiento fiscal –“ (en) una formación cívico social elemental en el sujeto pasivo éste conoce que debe tributar a Hacienda por sus ingresos. Tanto más si éstos resultan de las cuantías que la documentación revela, incluso solamente los limitados a los obtenidos por los derechos de imagen. Se añade a ello la suscripción de contratos como los de cesión de derechos, sin que exista el más mínimo indicio de querer perder tales ingresos ni de que tuviera noticia de que haya dejado de ingresarlos. Tampoco consta que el acusado tuviera noticia de que, tras ello, se haya pagado a la Hacienda española por tal concepto. De ello cabe concluir que cuando el acusado acude al despacho profesional no es para que éste le informe sobre cual sea su obligación tributaria y cómo darle adecuado cumplimiento, sino para que le indiquen cómo lograr eludirlo, pues solamente desde este designio se comprende los actos materialmente ejecutados por el acusado y que, como ya hemos dicho, realizan el elemento del tipo objetivo del delito”-.
En efecto, el volumen de lo defraudado y su actitud ostentosa en lo que al incumplimiento del deber de contribuir son la causa de la implacabilidad del tribunal. Como él mismo señala, no responde a la lógica que quien percibe ingresos del calibre de los que dan lugar a los hechos ignore que tiene que tributar por ellos, ni es lógico que quien constata que no abona nada al Fisco por ellos no pueda representarse que está defraudando ilícitamente. Y, por si asaltaran dudas sobre la ingenuidad del acusado y de su padre, sólo hace falta tener en cuenta que estos participaban firmando contratos que derivaban en la nula tributación. Incluso el argumento defensivo de “acudir a despachos especializados” desvirtúa su propia defensa ya que, si se acudía a ellos era no sólo por su conocimiento de la norma, sino porque podían construir una situación como la enjuiciada, sin contribución al erario público. En palabras del Tribunal “no estamos ante un caso de error invencible en el conocimiento de la norma, sino ante la inteligencia que busca anular las dificultades que el desconocimiento de ésta suponía para lograr el objetivo de burlarla”.
Y ya más desde lo folletinesco que desde lo legal y tributario, comentar que el futbolista solicita para si la aplicación como atenuante muy cualificada del largo juicio paralelo en los medios de comunicación, que le ha supuesto -según él- una restricción de derechos antes de la pena (derecho al proceso debido -secreto de instrucción- y a la presunción de inocencia) restricción que pretende sea compensada, en la pena a imponer, a lo que sale al paso el Supremo señalando que “la eventualidad de las extralimitaciones de aquellos medios y el hipotético daño que pueda causar de manera injusta, de la que no están libres tampoco quienes ejercen funciones públicas -incluidas las jurisdiccionales-, solamente pueden legitimar una reclamación: la dirigida contra los medios …sin que la reparación así reclamable pueda ser sustituida con limitaciones al Ius puniendi”.
Y aunque el foco central de la acusación y de la condena recaiga sobre el futbolista, como contribuyente y responsable principal que era, también se condena a su padre en calidad de cooperación necesario, por cuanto la confianza absoluta –“ningún otro individuo podía alcanzar la cualificación del padre”- depositada en él por su hijo y el control que ejercía sobre su vida, su profesión y su patrimonio –máxime teniendo en cuenta que el futbolista era menor de edad cuando se suscribieron los primeros contratos de cesión de derechos de imagen- propició la confianza de aquél en que se estaban realizando las operaciones que económicamente le interesaban. Y es que, su padre, desplegó toda la actividad necesaria, no solamente para obtener los ingresos, sino para que los beneficios se ingresaran en el patrimonio real del hijo con disimulo, bajo la apariencia de la gestación y obtención por sujetos aparentes interpuestos -las sociedades cesionarias de la titularidad de tales derechos-.